José Daniel Sosa trabajó por muchos años cuidando una finca junto con su esposa Ana María Silva y sus cuatro hijos en Caucete. Le tocó vivir en el epicentro del devastador terremoto que sacudió al departamento y a la provincia en la madrugada del 23 de enero de 1977. El movimiento lo atrapó despierto, mientras hacía fuego para preparar el desayuno para los chicos antes de ir a la escuela.

“La noche antes nos habíamos quedado sin gas, me levanté a las 6 de la mañana porque los niños tenían que ir a la escuela para hacer el té y la leche”, contó a *Diario La Provincia SJ*. A las 6:30 AM, comenzó el temblor: “Era un temblor suave que empezó a hacerse más fuerte, y ahí partió todo”.

“Salí con todos los niños al hombro, a meterme en el parral”, narró. José rememoró el caos: “Tenía toda la mano rasguñada porque la más pequeña tenía 20 días de nacida. Me caía porque era ondulatorio el terremoto; con la mano protegía la cabeza de la nena”. Por otro lado, su esposa María y sus otros hijos salían de la casa directo al parral.

 “Estaba parado con los niños y miraba el cerro Pie de Palo; parecía que se hundía y se levantaba para arriba. Había una polvareda de tierra porque se caían las piedras”, relató José sobre la aterradora escena.

La casa de José quedó trizada, pero no se derrumbó.  “Me hice una pieza con cajones con mi hermano que vino y me ayudó para poder dormir en la noche. Le puse una carpa encima y ahí estuvimos”, recordó.

“Los patrones, a las dos semanas, me trajeron cuatro mil ladrillones y todo el material para hacer una casa”, dice. Sin embargo, enfrentó dificultades con los albañiles: “Eso me demoró muchos meses y se me perdieron muebles, muchas cosas”. Finalmente, se construyó una nueva casa con todas las comodidades.

“Los albañiles hicieron una casa a todo trapo, con tres dormitorios, un salón inmenso, baño, todas las comodidades”, explicó.

Su esposa, Ana María, tenía habilidades que complementaban su vida familiar. “Ella sabía tejer, bordar, hacía dulce; teníamos aceitunas, mataba dos o tres chanchos todos los años, teníamos gallinas y todos los días teníamos huevos. Vivíamos bien, no nos sobraba la plata”, recordó.

José trabajó hasta los 74 años en los parrales y recuerda aquellos años con cariño, pese al fenómeno que alteró la vida de la comunidad.

 “Desde que dejé de trabajar me siento más enfermo. Es igual que una moto que la dejas parada, todo entra a fallar”, reflexionó. A pesar de las adversidades, subraya la importancia de la educación: “Hay que seguir estudiando porque el que se queda se pierde”.

Hoy, José vive en un barrio tranquilo cerca de la terminal, rodeado de personas mayores. Ana María falleció a los 62 años, un duro golpe para él.  “Seguí trabajando hasta que pude, pero la vida ha cambiado mucho desde entonces”, concluyó.